miércoles, 6 de abril de 2016

La Revolución Industrial


La transformación económica, social y cultural conocida como «Revolución Industrial» se desarrolló a partir de la segunda mitad del siglo XVIII. Su epicentro se ubicó en Gran Bretaña. Allí coincidieron una serie de condiciones que permitieron impulsar el proceso. Las sociedades de Europa occidental en primer lugar y prácticamente toda la humanidad experimentaron las consecuencias de este profundo cambio social y económico, cuyo impacto se extendió también a la política y la cultura.
La Revolución Industrial no fue una revolución en el sentido otorgado generalmente al término; es decir, no consistió en un proceso de cambios rápidos y violentos. Por el contrario, se trató de un proceso lento, que se extendió durante casi dos siglos y que provocó cambios sustantivos en las formas de producción, el comercio, el hábitat, las relaciones sociales y familiares e, incluso, en los modos de concebir el sentido de la vida humana.

La industria del algodón

La aceleración de la producción industrial, liderada por el algodón y la metalurgia, se inició en la década de 1780. La industria textil -rama de la producción característica de la primera etapa de la Revolución Industrial- combinó la producción artesanal con la moderna industria fabril. Si bien la industria lanera siguió siendo la más importante hasta principios del siglo XIX, la producción industrial del algodón se convirtió en la punta de lanza de la modernización. Para fines del siglo XVIII, era la segunda industria en número de empleados, valor de la producción y mecanización. Las tareas de hilado, lavado y cardado se hacían por medio de máquinas. La introducción de la máquina simplificó las tareas y disminuyó la importancia de las habilidades y los oficios de los trabajadores. Esto permitió que los empresarios reemplazaran a sus trabajadores masculinos por mujeres y niños, pues, al no ser empleados calificados, podían pagarles salarios menores y someterlos más dócilmente a la disciplina laboral.

La máquina de vapor

El desarrollo de una industria mecanizada no hubiera sido posible sin el uso de una energía más poderosa que la humana o la animal y más independiente de la naturaleza que la eólica o la hidráulica. Esta energía fue la del vapor. La fuerza del vapor era conocida desde fines del siglo XVI. Por entonces se construyeron bombas de vapor para extraer el agua de las minas de carbón y de cobre. A partir de estas máquinas, ineficaces y peligrosas, James Watt (1736-1819) concibió un primer modelo de máquina de vapor, que patentó en 1769. Después de trece años más de trabajo, en 1782, Watt logró construir una verdadera máquina motriz. La nueva fuerza posibilitaría a la economía británica entrar en la fase moderna de industrialización.

La fábrica textil: un testimonio

Las hilanderías de algodón son grandes edificios construidos para que se pueda albergar al mayor número posible de personas. No se puede sustraer ningún espacio a la producción y. de tal manera, los techos son lo más bajos posible al tiempo que todos los locales están llenos de máquinas que, además, requieren grandes cantidades de aceite para realizar sus movimientos. Debido a la naturaleza misma de la producción hay mucho polvo de algodón en el ambiente: calentado por la fricción y unido al aceite, provoca un fuerte y desagradable olor; y hay que tener presente que los obreros trabajan día y noche en dicho ambiente; en consecuencia, hay que utilizar muchas velas y, por tanto, es difícil ventilar las habitaciones, en las que a los anteriores olores se une también el efluvio que emanan los muchos cuerpos humanos que hay en ellas.

(Opúsculo aparecido en 1784. en Lancashire, Gran Bretaña).


Tomado de: Lettieri, A.; Garbarini, L., Las Revoluciones Atlánticas (1750-1820), Buenos Aires, Editorial Longseller S.A., 2001, pp. 15 a 25.

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