La transformación económica, social y cultural conocida
como «Revolución Industrial» se desarrolló a partir de la segunda mitad del
siglo XVIII. Su epicentro se ubicó en Gran Bretaña. Allí coincidieron una serie
de condiciones que permitieron impulsar el proceso. Las sociedades de Europa
occidental en primer lugar y prácticamente toda la humanidad experimentaron las
consecuencias de este profundo cambio social y económico, cuyo impacto se extendió
también a la política y la cultura.
La Revolución Industrial no fue una revolución en el sentido
otorgado generalmente al término; es decir, no consistió en un proceso de
cambios rápidos y violentos. Por el contrario, se trató de un proceso lento,
que se extendió durante casi dos siglos y que provocó cambios sustantivos en
las formas de producción, el comercio, el hábitat, las relaciones sociales y
familiares e, incluso, en los modos de concebir el sentido de la vida humana.
La industria del algodón
La industria del algodón
La aceleración de la producción industrial, liderada
por el algodón y la metalurgia, se inició en la década de 1780. La industria
textil -rama de la producción característica de la primera etapa de la
Revolución Industrial- combinó la producción artesanal con la moderna industria
fabril. Si bien la industria lanera siguió siendo la más importante hasta
principios del siglo XIX, la producción industrial del algodón se convirtió en
la punta de lanza de la modernización. Para fines del siglo XVIII, era la
segunda industria en número de empleados, valor de la producción y
mecanización. Las tareas de hilado, lavado y cardado se hacían por medio de máquinas.
La introducción de la máquina simplificó las tareas y disminuyó la importancia
de las habilidades y los oficios de los trabajadores. Esto permitió que los
empresarios reemplazaran a sus trabajadores masculinos por mujeres y niños,
pues, al no ser empleados calificados, podían pagarles salarios menores y
someterlos más dócilmente a la disciplina laboral.
La máquina de
vapor
El desarrollo de una industria mecanizada no hubiera
sido posible sin el uso de una energía más poderosa que la humana o la animal y
más independiente de la naturaleza que la eólica o la hidráulica. Esta energía
fue la del vapor. La fuerza del vapor era conocida desde fines del siglo XVI.
Por entonces se construyeron bombas de vapor para extraer el agua de las minas
de carbón y de cobre. A partir de estas máquinas, ineficaces y peligrosas,
James Watt (1736-1819) concibió un primer modelo de máquina de vapor, que
patentó en 1769. Después de trece años más de trabajo, en 1782, Watt logró construir
una verdadera máquina motriz. La nueva fuerza posibilitaría a la economía
británica entrar en la fase moderna de industrialización.
La fábrica textil: un testimonio
Las hilanderías de algodón son grandes edificios
construidos para que se pueda albergar al mayor número posible de personas. No
se puede sustraer ningún espacio a la producción y. de tal manera, los techos
son lo más bajos posible al tiempo que todos los locales están llenos de
máquinas que, además, requieren grandes cantidades de aceite para realizar sus
movimientos. Debido a la naturaleza misma de la producción hay mucho polvo de
algodón en el ambiente: calentado por la fricción y unido al aceite, provoca un
fuerte y desagradable olor; y hay que tener presente que los obreros trabajan
día y noche en dicho ambiente; en consecuencia, hay que utilizar muchas velas
y, por tanto, es difícil ventilar las habitaciones, en las que a los anteriores
olores se une también el efluvio que emanan los muchos cuerpos humanos que hay en
ellas.
(Opúsculo aparecido en
1784. en Lancashire, Gran Bretaña).
Tomado de: Lettieri, A.; Garbarini, L., Las
Revoluciones Atlánticas (1750-1820), Buenos Aires, Editorial Longseller S.A.,
2001, pp. 15 a 25.
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