En
una guerra de ideologías parece que todo puede valer. En la Segunda Guerra Mundial
se enfrentaron visiones de mundo total y absolutamente contrapuestas; fue, por
lo tanto, una guerra de exterminio, donde las posibilidades de negociación eran
imposibles. En ella se jugaba la defensa no solo de sistemas políticos
diferentes –democracia liberal o autoritarismo nazi-fascista, por ejemplo–,
sino que visiones y percepciones muy disímiles respecto del ser humano, la
sociedad y la cultura. Para los estados involucrados no quedaba más alternativa
que la victoria total, ya que estaba en juego la sobrevivencia. Por tales
razones, ambos bandos aunaron todos sus esfuerzos materiales y humanos,
movilizaron al 20 % de su población activa, y desplegaron economías de guerra,
con gran desarrollo de la industria pesada, orientada a la fabricación de
aviones, carros de combate, armas, etc.
A diferencia de la Primera Guerra, que se desarrolló
principalmente en el frente europeo, la Segunda Guerra tuvo como
escenario todo el mundo. Tras la primera fase, netamente europea, la guerra
adquirió un carácter planetario con operaciones simultáneas en el Atlántico,
Pacífico e Índico, además de los frentes continentales de Europa, Asia y
África. Las armas y estrategias defensivas de la Primera Guerra Mundial –ametralladoras,
minas, trincheras–, dieron paso a armas ofensivas en la Segunda Guerra, por lo cual
las campañas se caracterizaron por su gran movilidad, con la utilización de tanques,
aviones bombarderos, submarinos y portaviones para la guerra naval; estos
últimos especialmente en el frente del Pacífico. Si en la Primera Guerra las
operaciones militares se centraron en los frentes de batalla, en la Segunda se involucra
a la población civil en su conjunto, y esta es sometida a bombardeos en las
ciudades, saqueos en sus aldeas o requisamiento de sus propiedades rurales.
Tomado de: Gonzalo Álvarez y Macarena
Barahona, “Historia y Ciencias Sociales”, Santiago de Chile.
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