En la segunda mitad
del siglo XIX, el proceso de unificación del mundo se aceleró rápidamente. Los
intercambios entre las distintas regiones del planeta se hicieron cada vez más rápidos, gracias a los nuevos sistemas de transporte y de comunicación (barco a vapor, ferrocarril y telégrafo). La
unificación no se registró sólo en el plano económico. Los cambios en los
transportes posibilitaron el traslado masivo de personas a largas distancias,
mientras que el telégrafo, por su parte, revolucionó las formas de circulación
de la información.
La economía mundial
creció y se diversificó como consecuencia de la demanda de viejas y nuevas
materias primas por parte de los países industrializados. Además éstos países demandaban alimentos
para una población que crecía y que disponía de dinero para comprarlos. Estas
condiciones estimularon la incorporación de nuevas regiones productoras a la
economía mundial.
Por otra parte en las regiones proveedoras de materias primas
y alimentos, los capitalistas de los países industrializados podían invertir su
capital excedente, por ejemplo, en el desarrollo de la intraestructura y los
transportes ligados al circuito de su comercio. A su vez, las sociedades
periféricas se transformaron en mercados consumidores de los productos
industrializados.
Como consecuencia, en el nuevo sistema
económico mundial se diferenciaron conjuntos de países con
distintas funciones. Por un lado, un centro integrado por países
industrializados concentró la producción de manufacturas, de
bienes de capital y de tecnología. Por otro lado, el resto de los países del
planeta se especializaron en la producción de alimentos y materias
primas para abastecer a los países centrales. Por esta razón, porque
organizaron sus producciones económicas «alrededor» de las demandas del centro,
comenzaron a ser denominadas periferias capitalistas.
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